domingo, septiembre 19, 2010

CHOPO STYLE


Lagarto Verde (foto: Pedrito Guzmán)

Por Miguel D. Mena

Mi amigo Raúl Recio ha lanzado hace un par de años una interesante teoría sobre el "chopo style" como definición del dominicano moderno. Si a ella le vinculamos otras teorías sobre nuestra arquitectura moderna como la del "estilo neo-nada" o "repostería Nitín", sólo habrá que ponerse la mano en la cabeza y al último que desconecte la nevera, en caso de que haya nevera.
¡Así es la postmodernidad local!
Revienta el caso de Figueroa Agosto y al final se habla de las "champaneras", aquellas chicas a las que no se aflojaba el pecho para gastar cien mil pesos en champañas en el Jet Set, con Sergio Vargas o el Mayimbe al fondo.
Me enfrento a estos síntomas de un cuerpo que parece no tiene órganos, y sí, hay algo en común: vivimos en la espuma, con una capacidad inmensa de gasto y nadie sabiendo de dónde viene el dinero, mientras medio país se cae a pedazos en la esquina Nicolás de Ovando con Máximo Gómez.
¡Cinco mil pesos para ver al Cigala! ¡Cuatro mil pesos para ver a Sabina! ¡Diez mil pesos para ver a Bocelli! !Una llamadita de 300 pesos para empujar a Martha, nuestra Latin Idol!
¡Y yo vendiendo mis libritos a trescientos y quinientos pesitos, mis libros que me dan tanto trabajo, mis libritos que no serán comprados por nuestros grandes intelectuales porque son muy caros, léase, a nuestros grandes intelectuales tengo que regalarles mis libritos!
Nuestra nueva clase media, la de dos celulares -y a veces tres- y habladera que no acaba y déjame bajar este mondongo con un Chauteau "primour" está que arde.
Primero es que paga no sé cuántos miles y no recibe de Luis Miguel -el mismísimo Luismi- esos gestos tan cariñosos, ni hay teloneros dominicanos, ni nada. Luego, que Sabina se encabrita porque no puede competir su eterna acaratarrada voz con el ruido el público en el Palacio de los Deportes. Ahora es el Cigala, que se larga después de un par de canciones porque su genio no puede con ese público recibiendo llamadas de fulanito y comiendo y bebiendo y gritando como si el Diego fuese un cantante de la Feria en los años 70.
Recuerdo la vez que el mismísimo Frankie Sinatra dio su famoso concierto en Altos de Chavón. Dentro de sus condiciones estaban: que él cantaría primero. Llegó la hora, alguna versión de "My Way" sonó en aquellas venerandas ruinas poco antes construidas, y a la hora de llegar la cantante que seguiría el show, ya ustedes pueden imaginarse el reperpero de los guardaespaldas y el público que seguramente prefería irse a la casa para quedarse todavía con algo de "New York New York".
Esa fue y será la historia del nunca termirar: los extranjeros hacen lo que quieren y los aborígenes no pueden aceptar las reglas del juego.
La mayoría del público no va a un concierto a oír, sino a corear. ¡Y ay si el artista de turno no complace solicitudes!
Ahora pienso en Luis Terror Días, la masa rogándole, exigiéndole que cantase "Candelo", y mientras más roncas sonaban las voces más malévolo el Terror y ni para allá voy a mirar. ¡El Terror nunca complacía! ¡El Terror cantaba "Ya yo me voy" y efectivamente se iba, se largaba!
Pero esa es la historia de nunca acabar. Al final hay dos actores: el artista y el público. El artista es el objeto del deseo. Está ahí para cantar, brincar o lo que sea. Es un jornalero para dos o tres horas. El público paga para eso: para ver, corear o moverse. ¿Es un mono el artista, se tienen que complacer solicitudes?
En lo particular, el último concierto al que fui con gusto fue al de Rammstein, hace como dos o tres años.
Al último último, fue al de Bob Dylan, y mejor ni pensar en eso. Cuando llegué ahí estaba el autor de "Mr. Tambourine" con su antiquísima voz aflautada, como si tuviera chocándole los pies a TutanKamón. Lo más insoportable de la velada fue el público: uniformados como rebeldes, pero la mayoría con sus celulares, tomando fotos del Bob and the Band, hablando por los celulares, diciendo que mira ahí, ahí está Dylan, cada quien en transmisiones en vivo o fumando, mientras el Bob no se desgiñataba, y lo cogía suave, y al final hizo un par de bis y al rato cogía sus guitarras con la misma intensidad con la que yo recogía los papeles para un éxamen de Química 011 en el Colegio Universitario.
En síntesis: no me verán más en un concierto de esa especie. Mejor gozar con algún cantante en Alexander Platz o en la piscina de Limber Villorio que flojar tantas monedas sólo para sentir que sí, que le haces el mejor corito a Mick Jagger o a Omega.
Por lo demás, al paisaje dominicano seguirán llegando artistas de todo tipo, que se dejarán y no se dejarán, que aguantarán o no aguantarán las voces de la fanaticada.. Y así llegamos al corazón de este ñame, al problema de fondo, a eso que nos marca como si fuésemos una yegua, a esa indefectible "identidad" nacional que nos legitima el derecho a hablar todo el tiempo, a gritar todo el tiempo, a nunca tener el radio apagado, a tener que estar devorando todo el tiempo, a esa imposibilidad de oír, de dejar la lengua tranquila, de no sobreponer el territorio propio al de los demás.
¿Es que "así somos"? ¿Somos los ruidosos, los que combatimos al Bach del vecino con la Fefita la Grande propia? ¿Se le podrá pedir a un dominicano que apague su celular durante la actividad, que hable un poquitico más bajo en el supermercado, que respete el derecho del otro? ¿Le podrás decir al evangélico que no te deja dormir que por favor, que anuncie la llegada de Jesús en la otra esquina, porque tú estás esperando a otra gente? ¿Salvese quien pueda?
En nuestra querida media Isla hay un mal de fondo en esa nueva clase media, un estado esquizo entre las nuevas posibilidades del consumo y esa obsesión por asegurarse un territorio, por alzarse con el pedazo más grande de pechuga, por demostrar que se tiene más blín-blín que nadie...
¿Se podría hablar del "chopo style" como el Ícaro de la postmodernidad dominicana?
Quizas le toque el tema a Raulito Recio cuando lo vea.

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