viernes, enero 26, 2007

IMPRESIONES DE UNA VISITA A LA CIUDAD DE TOKYO (1ra. PARTE)


Por FAUSTINO PÉREZ


Viajar de Santo Domingo a Tokyo equivale a trasladarse a otra dimensión en el tiempo, en el espacio y en la cultura, porque si existe un país en el mundo totalmente opuesto al nuestro, ese país es precisamente Japón. El Imperio del Sol Naciente, es uno de los escasos países privilegiados del mundo, que ha logrado entrar al s. XXI, respetando y mimando sus tradiciones. Todo ello gracias a la disciplina, a la educación, al amor al trabajo y a un altísimo sentido del honor.
Aparte de estar al otro lado del globo terráqueo, o nosotros con respecto a ellos, con trece horas más que en Santo Domingo, lo que implica que si aquí son las siete de la noche, allá son las ocho de la mañana del día siguiente. Además, es una nación compuesta por más de tres mil islas, y aunque en la República Dominicana tenemos algunas, no es comparable. En cuanto a las dimensiones físicas, Japón es casi ocho veces más grande, con una población catorce veces mayor. Sin embargo, en lo relativo a las reservas monetarias y en oro, ahí sí es verdad que nos quedamos cortos, puesto que son más de cuatrocientas cincuenta veces superiores. Ese dato ya de por sí nos da una idea de las diferencias que existen, porque estamos hablando de la segunda economía mundial.
La pregunta que siempre se han hecho los economistas es: ¿cómo es posible que un país, relativamente pequeño, en comparación con los gigantes del mundo, como Canadá, Rusia, Estados Unidos, Australia, Brasil, China, India, Argentina, etc., tenga una economía tan extraordinaria?, encima de ser una nación con un terreno montañoso. Los japoneses, al ser uno de los perdedores de la guerra en 1945, iniciaron su recuperación promoviendo una agresiva política oficial de desarrollo industrial, en especial de la alta tecnología, acompañada de un sistema educativo muy exigente, y todo eso con un impulso tremendo a las exportaciones, y unos gastos muy bajos en defensa.
Toda esa política dio como resultados que Japón sea hoy una auténtica potencia mundial, líder en la innovación tecnológica, y que el analfabetismo sea prácticamente nulo; totalmente contrario a la República Dominicana, donde somos importadores de todos los productos de alta tecnología, y el analfabetismo es tan elevado que da vergüenza decirlo. Ese país asiático es el responsable del 15% de las capturas de peces en los mares del mundo, muy diferente a nosotros, que a pesar de ser una isla “vivimos de espaldas al mar”. El pescado capturado por los marineros japoneses sirve de plato favorito de sus habitantes, lo cual es un hábito mucho más sano que comer carne de pollo, tal como se estila en esta isla. No es de extrañar que el Japón tenga la esperanza de vida más alta del mundo. Solamente en el área de Tokyo y sus cercanías viven treinta millones de japoneses, es decir, más de tres veces la población dominicana total.
Por otro lado, la raza es muy pura en un 99%, porque hay comparativamente pocos extranjeros; aquí en cambio, coexistimos los descendientes de más de trescientas etnias, y por ese motivo se mezclan todos “los tonos del marrón”, como decía una periodista extranjera.
El idioma japonés, a nosotros nos suena como una lengua algo brusca y autoritaria. Cuando ellos dicen que "si", lo expresan con gran entusiasmo y viveza, de tal forma que parece un reflejo militar, y se escucha como: "jaik".
Esa coherencia racial del Japón sirve como aglutinante para conservar las tradiciones, y les confiere un gran sentido de su identidad. Naturalmente, que no es una sociedad perfecta, y lo que es bueno por una parte, puede ser malo por otra. Uno de los grandes problemas tradicionales de la sociedad japonesa, ha sido el aislamiento; ya que, por ejemplo, al atacar a Pearl Harbor, perteneciente a los EEUU, durante la Segunda Guerra Mundial, cometieron un grave error porque era un país con muchos más recursos, y con una tecnología más avanzada; pero esa subestimación fue una secuela del aislamiento y su consecuente falta de información.
Sin embargo, esa equivocación histórica ya ha sido subsanada y compensada con creces, porque los japoneses han asimilado brillantemente toda la cultura occidental, con mucha sistematización. Ellos cuentan con estupendos directores y músicos de orquesta sinfónica, cantantes líricos maravillosos y de música pop, científicos de primera, jugadores de béisbol en las Grandes Ligas, diseñadores de moda en París y en otras grandes capitales, arquitectos famosos mundialmente reconocidos, pintores de primera, por poner unos pocos ejemplos; y siempre conservando celosamente sus tradiciones.
O sea, que ahora es al revés, porque ¿cuántos occidentales son expertos en los instrumentos musicales típicos japoneses?, o ¿quiénes son luchadores de sumo?, o ¿actores de teatro Noh japonés, o peritos en caligrafía japonesa? Hay áreas de la cultura del Japón en las cuales los de occidente han hecho sus aportes, como en la jardinería, en los arreglos florales tipo ikebana, en los bonsáis o árboles en miniatura, en las artes marciales, en la papiroflexia o arte del papel recortado, en el origami a base de doblar el papel…Esto significa que ahora ellos saben y conocen mucho más de nosotros, que lo contrario. Todo esto sin contar los aportes de los descendientes de japoneses en el mundo, porque hay países que han tenido una fuerte inmigración del Japón, como el Brasil, y otros de Latinoamérica y del mundo en tiempos menos prósperos. Basta con recordar a Fujimori que llegó a ser Presidente en el Perú, o al genial artista Manabú Mabé en Brasil.
La historia mía se inicia aprovechando unas vacaciones inesperadas, porque quería conocer más de esa nación. Mi esposa y yo tuvimos suerte porque pudimos reservar los asientos de avión con poco tiempo de anticipación, haciendo escala en París. El hotel logré reservarlo en uno de los distritos más lujosos de Tokyo: el de Ginza, a poca distancia de donde se vendió el metro cuadrado de terreno hace poco, por más de ¡ciento sesenta mil dólares! Esa ciudad resulta cara no sólo para nosotros, - los que ganamos pesos en el subdesarrollo -, puesto que Tokyo aparece siempre entre las tres primeras más caras del mundo, en todas las referencias y comparaciones que se hacen.
El vuelo nocturno hacia París, transcurrió tranquilo, salvo para una azafata coqueta, con un pañuelo coqueto como ella en el cuello, que se pasó el vuelo coqueteando con los demás miembros de la tripulación; y se divertía más con eso, por supuesto, que atendiendo a los pasajeros. Entre los más de cuatrocientos viajeros del Jumbo iban muchos turistas franceses bronceados por el sol tropical, salpicados por algunos haitianos, y no podía faltar la típica dominicana que ya ha “olvidado” su español y ahora llama a su niño “bambino”, la típica doméstica que va a trabajar a Europa, y la típica “bailarina” que baila muy poco verticalmente, y así entre otros.
Las líneas aéreas hacen cosas incomprensibles y absurdas, por no llamarlas de otra manera, ya que si impiden llevar efectos punzantes o cortantes en la cartera, ¿por qué sirven las comidas con cubiertos de metal?; y eso que Francia es la tierra de Descartes.
Después de superar las frecuentes turbulencias, a las diez y media de la mañana pude divisar a lo lejos, muy pequeñita, la Tour Eiffel, y aterrizamos sin contratiempos en el Charles de Gaulle. Este aeropuerto es más que eso, ya que es más bien un complejo aeroportuario, por sus dimensiones y distribución de las terminales. En el aeroparque hicimos el cambio, de la terminal A a la F, en un autobús; luego después de la una de la tarde, salimos hacia el Japón en otro tipo de avión más pequeño con más de trescientos pasajeros, y un poco más lento que el anterior, ya que volaba a ochocientos y pico de kilómetros por hora, en cambio el Jumbo, a veces superaba los mil.
Este jet cuando sale de París, lo que hace es trazar una gigantesca parábola que dura más de doce horas, por encima de la frontera norte de Rusia, en lugar de las ocho horas y media que se tarda de Santo Domingo a París. Este recorrido se inicia sobrevolando los Países Bajos, parte de Escandinavia, incluyendo a Dinamarca y Suecia, -donde pude apreciar los campos nevados al atardecer-, y luego sigue subiendo en el trayecto hacia la helada Siberia. Así fueron quedando atrás, poco a poco, los meridianos que pasan por Grecia, Turquía, la Arabia Saudita, Irán, la India, Indonesia, Korea, etc.; y al final pasa relativamente cerca por las Islas Kuriles, cruza la isla principal del Japón llamada Honshu, da la vuelta por el mar y aterriza en Narita a sesenta kilómetros de Tokyo.
Desde el avión se pueden divisar los campos con sus parcelas muy bien delineadas y con la vegetación de pinos en las colinas conservada. Todo ello con predominio de los tonos grises. El aeropuerto internacional de Narita está construido por todo lo alto, sin escatimar recursos, y hoy en día es uno de los más elegantes, funcionales y confortables del mundo.
Como el aeroparque es muy grande con diferentes aduanas, ellos distribuyen los pasajeros de tal forma que no se formas grandes aglomeraciones. A pesar de ello, en la fila de inmigración apareció un coordinador de fila, que parecía un director de orquesta sinfónica por sus gestos, para distribuir los pasajeros con mayor eficiencia y rapidez.
Al llegar el turno de nosotros, el pasaporte nuestro, -mal llamado “biométrico”, porque no mide ninguna variable biológica-, se resistía tercamente a ser leído por la lectora óptica que transfiere la información de la página a la computadora. Después de más de diez intentos y de buscar al país emisor en una lista, daba la impresión de que son pocos los dominicanos que viajan a ese país. El Japón está tan lejos y el pasaje es tan caro, que se produce una “selección natural”, y no exigen visado a los dominicanos. El funcionario nos grapó unas hojitas y le pegó unos sellos, y así nos dieron entrada al Imperio del Sol Naciente.
Al llegar a la cinta transportadora de las maletas tenían tres sabuesos japoneses oliendo todos los equipajes. Curiosamente el encargado de darle la salida a las maletas, era muy simpático, y fue quien hizo las preguntas típicas acerca del motivo de la visita y de la duración de la permanencia.
Como eran las nueve y media de la mañana, y el check in en el hotel era a la una, me daba tiempo de cambiar divisas, ir a la oficina de información turística, e incluso de navegar por el Internet (a 100 yenes cada 10 minutos), para enviarles los consabidos mensajes de “llegamos bien” a los familiares. Además, aproveché el tiempo para dar una vuelta por la Terminal No. 1, a la que los pasajeros llegan al país por la planta baja y salen de él por la cuarta. Es un edificio con el espacio distribuido de tal forma, que tiene dos alas: la norte y la sur. La Terminal 2 está en otro edificio.
El cerebro de los japoneses tiende a agrupar, a unificar y a estandarizarlo todo, y allí estaban en un lugar específico de la terminal, detrás de una línea amarilla en el suelo, los empleados de los hoteles que van a recoger a los clientes, todos con el mismo traje y con los carteles estandarizados. Es que acabábamos de llegar al Japón, donde todo está perfectamente organizado.
Desde Santo Domingo me había enterado de las diferentes rutas de trenes que pasan por Narita, pero me interesó más un servicio de autobuses llamado Limousine Bus, porque nos permitía ir contempando el paisaje y el tren no. Nos cobraron tres mil yenes por cabeza (el cambio estaba a 118 yenes por 1 US dólar) por los sesenta kilómetros hasta la Tokyo Station, en la ciudad.
La joven que me vendió los boletos nos indicó que teníamos que ir a la parada número 10, que el bus salía en cinco minutos. Al llegar se me ocurrió ponerme al borde de la acera para saber por dónde iba a venir el autobús, porque en Japón se conduce por la izquierda, como en la Gran Bretaña o en Jamaica; y en eso apareció la chica encargada de facturar el equipaje, quien me dijo exactamente dónde tenía que colocarme, y me entregó los comprobantes de las maletas.
El transporte llegó justo a la hora indicada, subimos todos los pasajeros, y antes de partir la joven de la facturación del equipaje subió rápidamente al autobús, dijo una frase en japonés, nos hizo el saludo-reverencia y se bajó con la misma rapidez. Así en todas las paradas de las terminales, el maletero siempre subía y repetía la misma acción. Esas fueron las primeras muestras de la gran cortesía japonesa.
Por la autopista también predominaba el color gris, y noté que los japoneses construyen barreras visuales, muy bien colocadas, que impiden en algunos tramos de la vía ver lo que se encuentra al otro lado. Yo nunca había visto nada semejante en otros países. También cruzamos varios puentes y contemplamos varios ríos o brazos de mar. En ciertos momentos daba la impresión de que estábamos en la Ciudad Gótica, porque se podían ver puentes de trenes y autopistas, y encima más puentes; yo llegué a apreciar hasta cinco puentes, uno encima del otro en diferentes direcciones.
Al arribar a la Tokyo Station tomamos un taxi, y para mi sorpresa el chofer quitó el seguro y nos abrió las puertas desde su asiento al lado derecho, y también abrió el maletero. Luego buscó la dirección del hotel en la pantalla de su computadora y no lo encontraba, indagó en una voluminosa guía, y no lo encontraba, le preguntó a otro taxista, y no lo encontraba, le enseñé un plano, y tampoco lo encontraba. Al final resultó que habíamos llegado sin darnos cuenta, y para recorrer un kilómetro se había tardado veinte minutos. Me cobró 640 yenes, y cerró sus puertas de las misma manera que las había abierto, porque en Japón los clientes no cierran las puertas, eso lo hace el taxista desde su asiento. Luego vino rápidamente y subió las maletas a la recepción del hotel, nos hizo el saludo-reverencia y se marchó.
Era la una y media de la tarde, o sea que desde la puerta de mi casa en Santo Domingo, hasta la recepción del hotel en Tokyo, habíamos tardado unas treinta y siete horas y media, incluyendo las horas de vuelo.

No hay comentarios.: