sábado, febrero 10, 2007

IMPRESIONES DE UNA VISITA A LA CIUDAD DE TOKYO (y 3ra. PARTE)


Por FAUSTINO PÉREZ


Los japoneses sienten y tienen una relación muy especial con el agua y con las piedras, aparte de su amor por los peces, las aves, y las flores como el crisantemo. Al lado del templo budista Kannon, que visitábamos, tienen el correspondiente jardín, pero no me gustó, por tener el colorido muy apagado y gris.
Luego fuimos hacia los autobuses, nos pasearon por Nakamise , un sector con mucho movimiento comercial, de ahí cruzamos por Kappabashi, donde están los principales proveedores de efectos para restaurantes, y pasamos, además, cerca del Parque Ueno. Cuando llegamos al hotel ya era de noche.
De ahí fuimos a cenar comida rápida americana en la Chuo-Dori, y regresamos al hotel ya cansados. Al día siguiente, salimos después de la hora pico, hacia el Parque Ueno, al Museo Nacional de Ciencias, donde vimos una proyección en 3-D con gafas polarizadas acerca de las momias de Egipto. Esta proyección se realiza con seis proyectores y proviene del Museo Británico. Aquello era impresionante, porque las momias se veían en el aire justo al frente de nosotros. Este sistema de proyección ha mejorado sustancialmente, ya que antes las gafas tenían dos colores: el rojo y el verde; y ahora son polarizadas. Los efectos son muy similares a los que se logran por el sistema I-max, en 3-D, con gafas también.
Este museo es de tamaño modesto pero con una museografía fabulosa y muy moderna, con todos los adelantos de la tecnología. Incluso cuenta con una sala para que los niños hagan experimentos de física. Tiene una planta dedicada a los vertebrados y otra a la vida marina. También tenían una exposición dedicada a los adelantos tecnológicos, con un robot dotado de una capacidad de movimientos increíble. Es un museo excelentemente montado.
De ahí intentamos visitar otros dos museos: El Museo Nacional de Tokyo, y El Museo Nacional de Arte Occidental, de los varios que están en el parque, también; pero estaban cerrados por razones de mantenimiento. Ante el fracaso decidimos caminar por el parque que tiene menos de kilómetro y medio de ancho, y pasamos frente al zoológico, pero no entramos. Cerca de un un templo budista que se encuentra dentro del perímetro del parque, nos dirigió la palabra un japonés que hablaba buen inglés. Al final resultó que era poeta y escritor, y quería que le comprara unos haikus o poemas breves japoneses. ¡Imagínese nosotros que venimos de un país donde sobran poetas! Y sucedió lo que estaba previsto en el guión, que no le compré nada.
Vimos otro personaje de los llamados indigentes o inadaptados sociales, o sea, de los “pobres por elección”, que estaba tomando el sol. Parecía sacado de la película El Imperio de los Sentidos del gran director de cine japonés Nagisa Oshima, le tomé una foto, y me miró como aquel que hace un favor.
En otro lugar había un grupo de pobres, detrás de un furgón. Yo supongo que estarían recibiendo ayuda. No muy lejos contemplamos un cartel de alguien buscado por la policía. Era una especie de retrato-hablado con su cara, por supuesto, y un texto. En Tokyo se ven muy pocos agentes del cuerpo policial; y cuando aparecen, cualquiera podría confundirlos con estudiantes universitarios bonachones, si no fuera por el uniforme.
Pero la gran sorpresa del parque sería otra cosa. Yo había leído en el plano que ponía “pond”, en inglés, y lo traduje por “estanque”, o “lago artificial”. Pero mi asombro fue mayúsculo cuando llegamos a una marisma artificial llena de yerbas altas, para atraer las aves acuáticas migratorias. Ahí habían miles de patos de varias especies, gansos, gaviotas, etcétera; más todas las demás que se añaden en la orilla, como las palomas, los gorriones y los cuervos. Ya habíamos observado en un recodo apartado del parque, a una decena de fotógrafos, sentados y de pie, con una temperatura de dos grados centígrados sobre cero, y con teleobjetivos de esos que cuestan ocho mil dólares cada uno, más o menos, esperando pacientemente a que unos pajarillos se posaran o se acercaran a ciertos arbustos. Eso es lo que se llama amor por la naturaleza.
Sin embargo, en otros escenarios los japoneses siguen cazando ballenas inmisericordemente en los mares del mundo, sin atender las razones de los ecologistas, lo cual contrasta con su comportamiento ante las aves. He ahí una contradicción.
Al día siguiente volvimos a Akihabara, y ya entramos directamente del metro a la tienda sin salir a la calle; lo que demuestra un avance, o sea que estábamos mejorando en nuestro sentido de la orientación. Salimos a almorzar al mediodía después de la hora pico, y ocurrió algo insólito por estas latitudes. Como yo me sentía espléndido, se me ocurrió dejar una buena propina, en un restaurante de carnes que estaba en el subsuelo, ya que el filete estaba riquísimo; y para mi sorpresa, el camarero vino corriendo detrás de mí para devolverme la propina en los escalones.
De regreso al hotel, y por la noche cena al estilo americano y el clásico paseo por Ginza. Cabe destacar un accidente de tránsito del cual fuimos testigos, porque un conductor estaba dando marcha atrás, para salir de un aparcamiento y chocó contra un poste. Como había un herido, la policía llamó la ambulancia y yo estuve cronometrando a la ambulancia, que tardó ocho minutos en llegar.
Por la mañana después del ajetreo matutino, nos dirijimos a Ikebukuru, a la famosa tienda Bic Camera. Después de dar algunas vueltas por las cercanías, entramos a una de las sucursales, ya que al menos son tres en ese sector. La Bic tiene ocho plantas repletas de todos los productos que se puedan imaginar, y los extranjeros pueden consumir sin pagar impuestos, desde un reloj rolex clásico por algo más de cuatro mil dólares, hasta calzados de playa de la marca Nike. Aparte de las secciones de bicicletas, relojes de pared, computadoras, equipos de música, cámaras, libros técnicos, programas y otros tipos de software, piezas de ordenador para uno mismo ensamblarlos, y un largo etcétera.
También vimos a un político que estaba hablando en una tarima muy alta, a un lado de la avenida, cerca de las tiendas.
Por la noche fuimos a una librería cercana al hotel a comprar mangas o cómics japoneses. La dependienta me sacó un plano plastificado de la tienda, para indicarme en qué tramos se encontraban, y así pude hallarlos con mucha facilidad. Eso mismo me habían hecho en el aeropuerto cuando pregunté en “Información” por la oficina de turismo, siempre le sacan al cliente o al interesado, un plano.
El lunes decidimos darnos una vuelta por el Palacio Imperial, que se encuentra aproximadamente en el centro del Tokyo central. Como no habían carteles, tuvimos que preguntar, y atravesar varias galerías comerciales subterráneas muy bien decoradas; y al final llegamos al recinto amurallado rodeado de un foso, al mejor estilo medieval, con varios puentes. La anchura del foso varía, pero en algunos lugares tiene como veinte metros, y el muro tiene como diez de alto, y según dicen, como cinco de ancho. En el agua vimos las típicas carpas de colores, en un agua verdosa por la clorofila, y también pudimos divisar un cisne. En ese recinto, el emperador puede pasearse con su consorte y no se ven desde la acera, ya que la muralla es más alta que una persona, y desde la calle sólo se divisan los techos, y algo más, de las edificaciones al estilo japonés. Es decir, que en todo ese espacio privilegiado de 250 acres únicamente viven dos personas permanentemente.
Claro está, que tiene su seguridad y sus guardianes, principalmente en los puentes, pero esos no habitan ahí. En esa área pueden verse, además, muchos deportistas, incluyendo ejecutivos y funcionarios de los ministerios de los alrededores, trotando o caminando alrededor del Palacio por las aceras. Al seguir avanzando, llegamos a los Jardines del Este, -pasando por el Museo Nacional de Arte Moderno -, que vienen a ser como una prolongación del espacio imperial, pero abiertos al público. Vimos unos carteles de esos que no se ven aquí , donde ponía en japonés y en inglés, que los perros no se podían dejar sueltos, y que los dueños tenían la obligación de recoger los excrementos de sus animales. Yo sencillamente sonreí, pensando en lo que pasaría si colocaran unos avisos como esos en nuestros parques.
Lo que sí estaba avisado era la gran final del campeonato de sumo, del Torneo de Año Nuevo y me interesaba verla por la televisión. Con la asistencia de sus majestades se declaró campeón a Yokozuma Asashoryu, quien resultó casi invicto y recibió una decena de trofeos de gran tamaño. El sumo es un tipo de lucha en la que no existe límite de peso, en la cual se trata de derribar, o de sacar fuera del anillo al contrincante, a base de manotazos, empujones, tirones, zancadillas, etc. Empero, para mí lo más interesante del sumo, son los rituales y la “coreografía” que hacen todos los luchadores antes de los combates, estimulados por los aplausos. Esas “moles” humanas de más de 300 libras (150 kilos) moviéndose es digno de verse.
Naturalmente, que en un campeón convergen la inteligencia y sus reflejos, para poder aprovecharse de una coyuntura determinada; la fuerza bruta, que le sirve con el fin de ser capaz de levantar a su adversario; la agilidad, para evadir y para actuar; y el centro de gravedad, ya que si el luchador es demasiado alto, puede ser derribado con mayor facilidad, comparativamente hablando. El sumo es probablemente el deporte nacional por excelencia.
Es increíble como un pueblo que ama la espiritualidad en la piedras y en la naturaleza, y que va a los jardines a meditar, sea tan amante de un deporte como el sumo. He ahí otra contradicción.
Cambiando los canales del aparato televisivo, me tropecé con un canal pornográfico, y para mi sorpresa, ellos censuran los órganos sexuales de los actores, y lo que hacen es que difuminan los genitales. Yo sabía de la fijación que tienen los japoneses por las colegialas y que se manifiesta en los mangas, pero el llegar a esos extremos demuestra, que con respecto al sexo, los japoneses tienen un problema no resuelto. Lo que no pueden hacer es censurar los miles y miles de páginas pornográficas del Internet.
Otro detalle curioso para mí, es que los locutores de noticias hacen el saludo-reverencia al principio y al final de su intervención. Haciendo el zapping, con el mando a distancia, pude ver ciertos efectos especiales novedosos para mí.
Cuando amaneció, la única preocupación era tener las maletas listas, porque el check out era a las doce del mediodía; y como siempre sucede, la ropa cabía a duras penas. Bajamos a las once y media, repartiendo “arigatós” por todos lados, nos cruzaron gentilmente las maletas al otro lado de la calle para tomar el taxi, y llegamos a la Tokyo Station justo a tiempo para tomar el bus de la una. Esta vez el taxista no se perdió, pero nos cobró más que el otro, porque el de la llegada nos había cobrado la tarifa mínima, ante su perplejidad.
Pasamos por debajo de los numerosos puentes de trenes y autopistas, y antes de llegar al aeropuerto, nos hicieron un chequeo rápido de los pasaportes en el mismo transporte.
Nos bajamos en la última parada, del Aeropuerto Internacional Narita. Por suerte el área de salida es mucho más elegante y confortable que la de llegada. Me dio tiempo de pasear un rato y de llegar hasta un observatorio de vuelos, y de tomar fotos en las dos fuentes-jardines, como de diez metros de ancho cada una. También aproveché para navegar por el Internet un poco, para comprar algo en las tiendas, y para cambiar los yenes que me quedaban, por dólares. En los bancos de cambio tienen unas canastillas para devolver y para recibir el dinero. Todo el menudo que me sobró me lo reembolsaron, no hicieron como en otros países que se quedan con ese sobrante. Cuando fui a tirar un papel me di cuenta de que la basura la dividen en cinco categorías: papel y cartones, plásticos, latas, biodegradables y basura mixta.
Yo estaba deseoso de subir al avión para lo que iba a ser el vuelo más largo de mi vida: más de catorce horas volando en un avión, ya que se tarda más en volver que en ir, a lo que hay que sumarle la hora y pico de espera antes del despegue. Con tanto tiempo metido en un jet, el aparato se convierte en un “laboratorio” de psicología y en una “fábrica” de olores.
En el avión hay gente que se pone nerviosa, otros tienen miedo, o se emborrachan, o bien toman pastillas para dormir. Los que tienen el vicio del cigarrillo, los que tienen incontinencia de orina, o los que vomitan, lo pasan muy mal; pero por suerte la mayoría se comporta bien. No estamos hablando de los casos extremos como los epilépticos, los ataques al corazón, o las mujeres que dan a luz anticipadamente. En los vuelos largos llega un momento en que los pasajeros tienen “barra libre” como en un resort, y de esa manera se levantan a estirar las piernas, y el personal de abordo trabaja menos. También están los niños intranquilos o hiperactivos y los llorones, o chillones.
Por otro lado, los olores provenientes de los mismos pasajeros, de los excusados y de los alimentos, se entremezclan, y se producen estímulos olfativos extraños.
Ya por fin empezamos a divisar las luces sobre Francia, y al aterrizar el piloto por poco pierde el control del aparato, suerte que al final pudo controlarlo. No se sabe si fue por impericia, o por un golpe de viento, o bien, por el cansancio acumulado.
El hecho es que ya estábamos en París, después del susto, y el personal del aeropuerto haciendo galas de la típica grosería francesa, que se nota más cuando uno viene de Japón, nos sometió a otra revisión; no sé para qué, porque ya la habían hecho en Tokyo. En eso, los zapatos míos de suela fina dispararon el detector y me los hicieron quitar, sin embargo, a los bolígrafos que llevaba no les hicieron ni caso. Las revisiones en los aeropuertos varían y sirven más como mecanismo psicológico que efectivo, porque la seguridad absoluta es imposible, e inclusive, indeseable por lo engorrosa que resulta. Además, se han convertido en una manera de reafirmar la soberanía.
En Air France, por ejemplo, la línea aérea de Francia, -en la que volamos -, el país de la lógica cartesiana, revisan a los pasajeros, no permiten que uno lleve ningún efecto u objeto cortante o punzante. Tampoco, se puede cargar pasta de dientes o cualquier sustancia tipo gel o líquida, o peligrosa, etc. Hasta ahí todo va bien. Sin embargo, lo qué ocurre en la práctica, ¡es que ellos mismos les proporcionan a los pasajeros los efectos y objetos peligrosos, con los cuales se puede hacer cualquier cosa! O acaso no se puede agredir a alguien con una botellita de vidrio de vino, o con los cubiertos metálicos de las comidas, o con el cable del auricular, las bolsas de plástico, las cortinas, los cordones de atar los zapatos, los bolígrafos, las latas de bebidas, y el mismísimo pañuelito en el cuello del uniforme de las azafatas. Y estos son sólo algunos de los muchos ejemplos.
A los karatecas y a otros expertos en artes marciales habría que cortarles las manos, y aún así son peligrosos, y además, ¿no hay gente que se traga droga o la introduce en otros orificios del cuerpo? Si a los pasajeros no los revisan por rayos x, ¿quién impide lo que puedan transportar en su propio cuerpo?
Luego pasamos en autobús a otra terminal y ahí me entretuve observando a los pasajeros en lo que llegaba la hora, sentado cómodamente en un sillón reclinable. Allí estaba la típica chica internética que no puede ver una máquina de Internet sin querer introducirle una moneda; el anciano que se inventó un tipo de gimnasia y se pasó más de una hora en eso. El rabino judío quien “convirtió” una pared, en una sucursal del Muro de las Lamentaciones de Jerusalén; y el grupo de mozalbetes de Indonesia que se echaron agua en la cabeza y se lavaron las caras en el lavamanos del W.C., y dejaron un inmenso charco...
Llegó la hora de abordar, y después de ocho horas y media llegamos sanos y salvos, y como veníamos de París, no nos revisaron las maletas. Esta línea aérea, no tiene azafatas de origen dominicano, en los vuelos Santo Domingo-París, ni tampoco hablan español; en cambio, en los vuelos París-Tokyo casi la mitad de las aeromozas era de origen japonés, y se habla ese idioma conjuntamente con el francés.
Después de un viaje como este comprendo mejor a aquellas familias de japoneses, que fueron engañadas en la década de los años 50 del siglo pasado, a quienes les prometieron tierras fértiles en la República Dominicana, y lo que recibieron fueron tierras, pero cercanas al mar, y no aptas para el cultivo por su salinidad. Ahora ellos esperan su compensación del gobierno japonés.
Como se sabe, cada pueblo tiene su idiosincrasia y eso hay que respetarlo; de todas maneras, el comprender a los japoneses es muy sencillo para un dominicano, ya que únicamente hay que invertir todo lo que ocurre aquí. Si allá viven en el orden, aquí tenemos el caos; si allá se practica la honradez, aquí quieren engañar al prójimo; si allá aman la limpieza, aquí disfrutamos con la basura; si allá tienen silencio, aquí soportamos todos los ruidos; si allá se potencia la inteligencia, aquí lo queremos resolver todo con el sexo y el disfrute de la vida; si allá gozan de una coherencia como nación, aquí nos estamos desintegrando; si allá procuran hacer las cosas bien hechas, aquí hemos convertido la chapuza en una norma...
Yo comprendo que si existe un Yin también tiene que existir un Yang. El consuelo que me queda es que yo espero que si ellos vienen aquí, a lo mejor este caos les sirva como terapia, tal como me ocurrió a mí al ir allá.
Lo malo de toda esta ecuación, es que a nosotros nos ha tocado ser el Yang, y ese Yang, precisamente, cada día está peor.
Ir al Japón significa recibir una lección práctica de cómo deben de ser las cosas en una nación organizada y civilizada.

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