lunes, octubre 15, 2007

Manuel García-Cartagena
Otro meteorito

La prueba estaba ahora sobre el escritorio del detective Agustín Yoteví: una carpeta de cartón color sepia que tenía escrito en su frontis el mensaje «Visiones de koloruum. Faustino Pérez», un atado de fotografías acompañadas de un texto escrito a mano cuyo título rezaba: «Fue por tu culpa, MeteOritos Lasobra, ladrón del tiempo ajeno», era todo lo que el teniente Yoteví necesitaba para mandar a poner rejas entre la sociedad y aquel energúmeno, a quien las ratas conocían bajo el horrible mote de MeteOritos Lasobra.
Muy enano de la sombra para abajo, el mil veces infame MeteOritos Lasobra, ladrón del tiempo ajeno, encendió el primer cigarrillo de la mañana aquel domingo que, coincidencialmente, era el día en que harían su primera comunión los primeros nueve biznietos de los tres sobrinos del más flaco de los quince tataranietos del más indiscreto de los Siete Pecados Capitales. Tenía que ser así, pues, ¿cómo se puede creer en alguien que sale a la calle armado con una cámara fotográfica.
En el improbable caso de que, algún día, alguien lograra entender la verdadera intención del muy taimado MeteOritos Lasobra, es casi seguro que sólo podría explicarla de manera gestual: levantando el dedo mayor de la mano izquierda y replegando los otros cuatro dedos de esa misma mano. De todas maneras, su accionar no resiste más reflexión que la que cabe suponer entre el momento en que apunta la lente de su cámara en dirección a cualquiera de nuestros prójimos más desconocidos (usted o yo, tal vez) y el momento en que hace clic: así de protervo es su proceder de caco etéreo, de bandido succionador de ectoplasmas, de coleccionista de instantes robados al azar, aquí o allá. Delincuente que vampiriza impunemente a medio mundo, MeteOritos Lasobra no(s)engaña: su falsedad es tan grande como su necedad. Se obra a sí mismo (es un decir) desobrando a sus semejantes. Su obra es nuestra ruina, pues está hecha enteramente a nuestra imagen y semejanza. Nosotros obramos el mundo: él se contenta con repetírnoslo hasta la saturación, en alta resolución, sobre papel satinado o mate. Uno de sus chistes es el que consiste en agregar moiré a voluntad en el café que tomamos mientras esperamos que pase la mujer con la que soñaremos despiertos durante el resto de nuestras vidas. Otro del mismo estilo es el que consiste en empañar nuestra figura con espesas telarañas de sueño (así nos veríamos si viviéramos en Júpiter). Usted pone el dedo así, y él se lo coloca en lo que hoy se llama Burkina-Faso, pero el jueves 24 de febrero de 1814, con un fondo de piel de pantera amargada por no ver llover biberones de ron. Y si mandas a tu novia a la playa, escondida dentro de una tanga infinitesimal, MeteOritos Lasobra te la saca a todo color, en primer plano, forrada de tatuajes como legañas de gallinas de Guinea y con más colores que los que tenía la primera corbata que se puso en su vida cualquiera de nuestros diputados latinoamericanos. Así de ruin es esa escoria que se empecina en hacerse llamar "artista", así de bajo es su oficio de desencantador sistemático.
"Míralo y olvídalo", decía el T-shirt que regalan en la policía a todos aquellos y a todas aquellas que acudían a cualquier destacamento a intentar querellarse contra aquella rata, y que ya eran legión. Hasta ese momento, nada podían hacer contra él, pues (¡qué suerte tienen los que no se bañan!) MeteOritos Lasobra no existía. O sí. Pero no de la misma manera en que existe un burro, o esa pera que te comerás algún día, si tienes suerte. Como sabes, cada grano de uva es un individuo; el racimo, una sociedad; la vid, un país; el viñedo, un continente. MeteOritos Lasobra, en cambio, no era un individuo, sino todo lo contrario, y eso precisamente era lo que explicaba su inconmensurable fuerza disociadora: era su culpa si no podíamos vernos como quisiéramos, si, en lugar de lucir como esa persona que cada uno de nosotros se imaginaba ser íntimamente, nuestra apariencia era la de alguien a quien solo reconocemos a duras penas, y por efecto de la costumbre. No: MeteOritos Lasobra no existía hasta que Faustino Pérez hizo públicas sus fotos: era solo un intersticio, una fisura en el corazón de la apariencia.
Faustino Pérez, el autor de las fotos que un mensajero anónimo había entregado aquella mañana a Lucecita, la secretaria del teniente Yoteví, ha puesto finalmente en las manos de la Justicia un instrumento probatorio de primer orden: cada una de las fotos contenidas en aquella carpeta mostraba, de manera flagrante y evidente, algunas de las consecuencias directas de la labor de MeteOritos Lasobra: las coloridas laceraciones del espíritu al desprenderse de su tiempo; las sombrías llagas que deja el más aterrador de los desgarramientos humanos, que es el olvido; los petrificados, polvorientos y, en el mejor de los casos, desastrosos lunares del desencanto que siempre terminan carcomiendo la memoria de sus desconsolados huéspedes, en fin, el catálogo completo de las múltiples descomposiciones del ser alejado del tiempo habían sido retratados por Faustino. Gracias a él, ya no cabía la sombra de una duda: MeteOritos Lasobra era un criminal. Debía, por tanto, ser castigado.
Hasta este momento, el mundo no conocía cuán letal podía ser la obra de MeteOritos Lasobra. Por eso, mi princesa, mi flor, mi aleluya, si todavía crees que tienes tiempo, hojea estas páginas en donde se reproducen las torturadas imágenes que constituyen el testimonio y el legado de Faustino Pérez, el Nuevo Profeta de Esta Era. Niégate a sostener cualquier tipo de comercio con MeteOritos Lasobra. Peor aún, si no quieres hacerme caso: déjate fotografiar por él, y luego arrepiéntete. Un día, al mirarte en el espejo, descubrirás que todo tu cuerpo está repleto de sutiles hormigas negras y , cuando quieras perforarte la piel para dejarlas salir, te pondrás a temblar antes de convertirte en emulsión de ti misma (N.B.: agítese antes de usarse); y cuando te sientes y dobles un poco la cabeza hacia atrás, volverás a sentir aquel mismo pánico que una vez derrumbó todos tus edificios racionales.
Cuídate de él, de sus ojos y de su sonrisa, no sea que termines atornillada a tu propio ser como una mariposa que se colecciona a sí misma atravesándose el cuerpo con un alfiler ajeno.
Eso es todo, cataclismo aparte.

MANUEL GARCÍA-CARTAGENA
17 de septiembre de 2007

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