sábado, diciembre 09, 2006

UN DOMINICANO EN CIUDAD DE MÉXICO
Por FAUSTINO PÉREZ

En el aeropuerto internacional de Tocumén en la Ciudad de Panamá, es posible que uno se encuentre con más amistades dominicanas que en el de Las Américas al partir de Santo Domingo; ya que la capital panameña se ha convertido en el “pívot” o ¨hub” del continente americano para fines de vuelos comerciales. Eso mismo se pudo haber hecho aquí, pero la corrupción y la falta de visión lo impidieron, por no llamarle de otra forma peor.
Aparte de tener que hacer escala en Panamá -lo cual triplica la duración del viaje- el viajar a México provoca muchos recelos - aunque sea por una semana como es el caso mío - desde que uno realiza la solicitud del visado gratuito, en el Consulado de México en Santo Domingo, al tener que responder a preguntas en el correspondiente formulario que podrían considerarse como capciosas. Por ejemplo: “¿piensa usted visitar la frontera norte?”, o “¿piensa usted visitar la frontera sur?” Uno realmente no tiene la intención, ni las ganas, ni mucho menos la necesidad de cruzar clandestinamente la frontera de los EE UU, hacia el norte; así como tampoco entrevistar al Comandante Marcos en Chiapas, en el sur. Si es por el perfil del solicitante, tampoco encajo en el tipo de guerrillero aventurero, pero esas son las “reglas del juego” que se aplican a todos los solicitantes, y hay que aceptarlas. Y como ya se dijo el visado es gratuito.
En el aeropuerto de Santo Domingo se incrementa el misterio y el sigilo, porque cuando uno va a chequearse en el mostrador de Inmigración, y se enteran que se viaja para México, miran al viajero como si fuera un extraterrestre, y el funcionario de turno con una típica sonrisita, le indica al interesado que tiene que pasar antes por la oficina de “fulanito” antes de estamparle al pasaporte el sello correspondiente de salida. Una vez allí y después de unas cuantas preguntas estúpidas tales como: “¿a qué va a México?”, o, “¿cuánto tiempo va a pasar allá?”, que yo no sé para qué sirven, porque si uno tiene la intención de hacer algo ilegal no se lo comunicaría a ellos; o quizá si lo hacen con la finalidad de comprobar si el viajero se pone nervioso, y pueden detectar la intención del viajero, conmigo fallaron, porque lo que ocurre es que los funcionarios no saben con quién están hablando - y deberían de saberlo - y yo de gestos sé más que ellos.
De todas formas, en al avión todo marchó bien, se hizo la correspondiente escala en Panamá, y ya al sobrevolar México empezaron las sorpresas, o mejor dicho, las cosas curiosas, pero para descubrirlas es que precisamente uno viaja. Desde el aparato se observa que las cadenas montañosas tienen un color negruzco; probablemente, yo intuyo que se deba a la actividad volcánica secular. Las lomas y montañas de aquí, como se sabe, son verdes por la vegetación o tienen algún tono de marrón, o sea, muy diferentes.
El mismo cromatismo pardo se aprecia al llegar a la gran urbe, una de las más pobladas del mundo, con el aeropuerto que ha quedado “envuelto” por el crecimiento de la mega-ciudad. Esto significa que debido a la ruta de aproximación del avión, las vistas panorámicas permiten sacar fotos en picado del mismísimo centro comercial, conocido como la Zona Rosa, y de otros barrios.
Al pisar suelo en la capital mexicana se nota que el aire es muy diferente, en primer lugar por la temperatura, que puede fluctuar entre unos 10-20 grados centígrados en un día típico; luego por la altura con la consiguiente falta de oxígeno al estar ubicada a 2240 sobre el nivel del mar; y además, por el grado de contaminación atmosférica que irrita los ojos, y provoca que se llore literalmente a veces, ya que la urbe está prácticamente rodeada de montañas de origen volcánico y circula poco la brisa. Esa combinación de factores produce un dolor de cabeza que no cede, al visitante costeño, hasta que uno se acostumbra. La fila era “kilométrica”, a la cual se llega después de mucho caminar y/o de utilizar las rampas horizontales móviles, debido a la gran cantidad de pasajeros que llegan a una sola terminal en los vuelos nacionales e internacionales, pero avanzaba con celeridad, gracias a unos funcionarios eficientes. Los que no tienen maletas con ruedas pasan mucho trabajo debido a las distancias.
Por los titulares de los periódicos que veo en el aeroparque, me doy cuenta de que en México existe la misma guerra encubierta del narcotráfico que se vive en la República Dominicana, pero mucho más encarnizada debido a la competencia, y muchísimo más espectacular que la que se libra aquí, ya que la nación azteca es cuarenta y pico de veces más grande que nosotros, con una población once o doce veces mayor. Esto lo pude verificar luego escuchando las noticias locales. El ciudadano corriente no sabe lo que realmente sucede, en estos países, pero las bandas rivales sí están al tanto perfectamente de lo que está ocurriendo, y quién es quién en ese negocio ilegal mutimillonario. México es una nación con decenas de etnias y de idiomas autóctonos, y también más politizado, que ya es bastante, lo cual complica aún más la situación.
Después de tomar el taxi, para ir al hotel en el Centro HIstórico, resultó que no pudo llegar hasta la puerta porque había una manifestación política, y estaba cortado el tránsito vehicular. Pude apreciar cómo la policía municipal inmoviliza los vehículos que están mal aparcados con un “cepo” en una de las ruedas, antes de que llegue la grúa.
Al abrir el balcón de la habitación respiré contento porque daba justamente al Zócalo, o Plaza de la Constitución, la tercera plaza más grande del mundo, después de la de Tiananmen de Pekín, y la Plaza Roja de Moscú, con la Catedral a la izquierda de donde me encontraba ubicado.
Pero la alegría no me duró mucho porque para los mexicanos, al igual que para los peruanos con la Plaza de Armas de Lima, la plaza central es el centro neurálgico de todos los problemas y de todo lo importante que ocurre en el país entero; o sea, que cada una de las peticiones, reinvindicaciones, problemas, necesidades de la población, celebraciones, actividades culturales, etc., se refleja en ese espacio. Claro está que esta plaza de la capital mexicana es mucho más extensa que la peruana y que cualquier plaza dominicana, porque la Plaza de la Bandera de la Ave. Luperón, esquina 27 de Febrero, apenas tiene vida a pesar de su tamaño; yo calculo que el Parque Colón cabe holgadamente más de ocho veces en al Zócalo, con la diferencia como decía, que en el Zócalo no hay bancos para sentarse y simultáneamente se producen decenas de actividades diferentes.
El Parque Independencia nuestro tampoco es comparable, porque de día, es más la gente que lo usa como atajo que la que permanece en él, y de noche muchas veces lo convierten en un burdel privado “administrado” por quienes lo “cuidan”, dependiendo de cómo esté la “marea” de opinión pública.
El ruido y la actividad son tan intensos que desde las cuatro de la madrugada ya están los grupos en acción con megáfonos en el Zócalo; hasta tal punto incordian, que tuve que pedir una habitación interior del hotel para poder dormir. Los activistas de la plaza no descansan ni tres horas por las noches.
Naturalmente que cuando se llega a una ciudad nueva lo primero que uno quiere es ubicarse y saber lo que tiene de interés para uno, y lo mejor para eso es hacer un “city tour”, en un moderno autobús de dos niveles que sale cerca del Zócalo, porque no es lo mismo, como se comprenderá, leerlo en un libro o buscarlo en el internet, que vivirlo. Ese recorrido me gustó tanto que lo repetí dos veces más en días sucesivos.
La Ciudad de México tiene una gran cantidad de fuentes muy bellas, muchas de ellas con motivos autóctonos, y en ese sentido rivaliza con Roma en cuanto a número, pero con unas temáticas diferentes. El Paseo de la Reforma con sus elegantes jardineras triangulares ladeadas en el centro de la avenida, parecidas a pequeñas pirámides, le dan un toque muy original. Ahí también está el Ángel de la Reforma, que es el centro de celebraciones populares de la ciudad, como podrían ser la Puerta del Sol de Madrid, el Times Square de Nueva York, o el Picadilly Circus de Londres. Igualmente se encuentra la estatua que se conoce popularmente como la Diana Cazadora, con sus voluptuosidades carnales.
En México tienen un concepto del espacio en grande, sin llegar al extremo de la Ave. 9 de Julio de Buenos Aires, que ha sido la única ciudad del mundo que se ha atrevido a desafiar los Campos Elíseos de París con esa avenida. Ese criterio espacial se evidencia en la capital mexicana, por ejemplo, en el Zócalo mismo, en la Catedral, en el Auditorio Nacional, en el Monumento a la Revolución, en la escultura gigante de color amarillo llamada “el caballote” o “caballito”, dependiendo de quién hable, que está en un espacio público a un costado de la Reforma, etc. Hay que aclarar que también existe otra estatua a la que llaman el “caballito”, al tener a un jinete cabalgando.
Mención aparte por sus dimensiones merecen las pirámides de Teotihuacán, a las que acudí antes de que el cansancio provocara sus estragos, pasando por la Basílica de Guadalupe. La antigua iglesia ha tenido que ser reforzada debido a los daños que le han provocado los terremotos. En cambio la nueva, tiene un concepto de diseño muy inteligente, porque le permite al visitante darle la vuelta por dentro, y pasar por debajo del altar a través de una especie de pasadizo, pudiendo contemplar la reliquia que se encuentra arriba en el mismo altar, sin interrumpir los oficios religiosos. Hay que tener en cuenta que a esos templos acuden millones de peregrinos de todo el país, en especial el 9 de diciembre de cada año, que es el día de la fiesta de la patrona. Desde la noche anterior los más importantes cantantes de la nación le rinden homenaje a la virgen, con las famosas “mañanitas”, que son transmitidas a todo el país por la televisión.
A 46 kilómetros de la capital se encuentran las pirámides reconstruidas de Teotihuacán: la del Sol que originalmente tenía unos 75 metros de altura, y la de la Luna, con 42 metros, con todo su entorno arqueológico milenario y su kilométrica explanada central. Ir a este lugar y subir en particular a la del Sol es algo único, es una de esas experiencias inolvidables que se hacen una vez en la vida. Ya desde la distancia se aprecian los turistas como hormiguitas subiendo esas moles, y es que no es para menos porque el esfuerzo es agotador, e incluso hasta peligroso; porque además de ser bastante empinada la subida con un ángulo muy inclinado, los peldaños son altos como de 10-12 pulgadas aproximadamente y encima son estrechos, o sea, que hay que pisar de lado. Por suerte en la mayoría de los tramos hay de dónde sujetarse, porque una caída puede ser fatal.
Una vez arriba, después de haber recuperado el aliento, uno se siente como un emperador contemplando sus dominios, con la brisa fresca acariciándole el rostro, y se olvida de los sacrificios humanos que se escenificaban en esas mismas alturas.
En los alrededores hay algunas tiendas, donde me dieron a probar el tequila de producción local, me enseñaron el cactus de donde lo extraen, me mostraron un taller de artesanía donde trabajan la obsidiana, me brindaron una “agüita”, que es como un jugo nuestro pero muy aguado, o si se quiere, un vaso de agua fresca con sabor a fruta, y otras exquisiteces de la comida típica mexicana, con las consabidas explicaciones como recursos de “merchandising”, y al final me dejé persuadir para comprarles una máscara de obsidiana, que es una piedra negra durísima y difícil de trabajar ya que se precisa de un taladro grande con broca de diamante; con la que también fabricaban cuchillos para las ofrendas humanas los antiguos teotihuacanos empleando otros procedimientos, porque esa roca puede ser muy afilada dependiendo del corte. A todo esto tenía mis aprehensiones para no ser otra víctima más de la llamada Venganza de Montezuma, es decir, de la descomposición intestinal.
Desde el punto de vista cultural, la obsidiana equivale a nuestro larimar, con la diferencia de que la piedra mexicana es mucho más dura, es de un color negro puro brillante y se conoce desde hace milenios. En cambio la historia del larimar es reciente y es un mineral con tonalidades veteadas del azul.
Al regreso pude ver fincas de cactus comestibles, en especial el conocido localmente como nopal, con su fruto llamado tuna.
Al día siguiente estuve en el Museo Nacional de Antropología del cual ya comenté (Ver mi artículo acerca de los museos de arte del mundo), al salir de allí tomé uno de los taxis verdiblancos de dos puertas de la marca Volkswagen que tanto abundan en esa ciudad, para dirijirme al barrio de Buena Vista a un mercado cerrado de artesanías. Al salir de allí después de dos horas, noté algo por casualidad que resultó ser el mayor “descubrimiento” del viaje; era una verdadera “procesión” incesante de miles de jóvenes pertenecientes a todas las “tribus” urbanas de la capital mexicana que se reunen los sábados por la tarde en ese sector, y que en ese momento empezaban a salir del metro que se encuentra en las cercanías.
La gran mayoría tenía indumentarias “híbridas”, por ejemplo, había uno que llevaba unas botas hippies, un pelo estilo punk-apache de cuatro colores, una camiseta negra satánica y unos pantalones de pintor de brocha gorda, con un símbolo de la paz en el cuello; una chica, o una chava como dicen los mexicanos, presumía de sus piercings en toda la cara incluyendo labios, lengua, orejas, cejas y mejillas, con unos moñitos de colores y una falda que en su mejor época era escocesa, una blusa morada con escote y mangas ¾, y muchos anillos, collares y pulseras como una gitana, unas botas de invierno de cuero, y un tatuaje extraño en la frente, y así por el estilo. Ellos presentan conciertos, acuden a las numerosas tiendas de los alrededores, y consumen sustancias alucinógenas, porque esos jóvenes también son consumistas, pero a su estilo. Todo esto significa que yo caí en el día preciso, a la hora precisa y en el lugar preciso, sin pretenderlo siquiera.
Esta es una estampa muy alejada de la que se tiene aquí de los mejicanos, manifestada en los cantantes y artistas del cine y de la tele. Como se sabe en este país todavía hay gente que se levanta escuchando música de Miguel Aceves Mejía, Pedro Infante o Jorge Negrete, y muchos jóvenes se deleitan con Luis Miguel, Juan Gabriel o Thalía.
Luego me enteré que en México existen sectas que adoran al demonio, como en otros países grandes, aparte del empleo profuso de los esqueletos y calaveras en la artesanía y en las celebraciones populares, en especial en el Día de Muertos. Precísamente pude comprar unos esqueletos articulados de madera al salir del Museo de la Culturas Populares en Coyoacán, al siguiente día. Donde no me apeteció ir fue al Museo-Casa de la pintora Frida Kahlo que se encuentra en las cercanías de la misma “colonia”, por ser un arte demasiado morboso para mi gusto.
Cerca del hotel donde me hospedaba, existen numerosas joyerías con prendas principalmente de plata, así como también otras clases de negocios formales de ventas de calzados y de ropa, etc., y en las inmediaciones del mismo Zócalo venden en puestos informales, comidas típicas, artesanías, gorras, juguetes y montones de cosas más. La catedral que está ahí mismo, es inmensa de un cromatismo oscuro.
El Bosque de Chapultepec es el gran pulmón de la ciudad, y además de tener lagos y fuentes muy interesantes, una de ellas inspirada en las cabezas gigantes de la cultura olmeca y otra en Tláloc, que es el dios de la lluvia en el idioma nahuatl; cuenta por igual, con otra fuente dedicada nada más y nada menos que a los físicos nucleares. El bosque tiene además un parque de atracciones, el llamado Papalote Museo del Niño, un zoológico y un parque temático donde los visitantes pueden apreciar en escala reducida todos los monumentos y sitios importantes de México. Además alberga varios museos de mayor tamaño como el de Antropología, que es el más importante de Latinoamérica, el Museo de Arte Moderno, donde las ardillas comen de la mano del visitante en su Jardín Escultórico, y a todo esto yo pensaba en nuestras ratas del Malecón. ¡Vaya contraste!
En la Ciudad de México se nota un gran amor por su urbe, incluso, las principales asociaciones de inmigrantes han hecho donaciones de monumentos en agradecimiento, para adornarla y embellecerla, muy distinto a lo que sucede aquí en Santo Domingo. En la capital mexicana se han hecho reproducciones de monumentos y fuentes famosas del mundo como la Cibeles de Madrid, entre otras.
Atención especial merece el Palacio de Bellas Artes de estilo art nouveau, cuya construcción comenzó en 1904, y fue terminada en 1934, con su elegante fachada de mármol de Carrara y con una cúpula impresionante. Arriba en la planta superior tienen frescos de los más importantes muralistas mexicanos como Orozco, Siqueiros, Tamayo, Rivera…aquí también se presentan exposiciones y se realizan conciertos y se presentan piezas teatrales, entre otras actividades. Cerca de ahí está la Torre Latinoamericana, que es uno de los edificios más altos de la ciudad, y uno de sus emblemas, y al otro lado se encuentra el gran parque de La Alameda con su famosa Policía Charra a caballo. En frente casi, está una sucursal de la famosa Librería Gandhi.
La Plaza de Garibaldi sí es que tiene muchos charros y mariachis, dispuestos a complacer peticiones en base a una tarifa. Pero el lugar, aparte de la música reviste poco interés.Tampoco es interesante el Museo de la Caricatura en el Centro Histórico; en cambio el Museo de José Luis Cuevas, que también se encuentra en el Centro, alberga los trabajos de ese auténtico genio de la figuración. Cuevas es un gran orgullo para su país.
Y así se me fue el tiempo, con tantas cosas aún por ver y hacer en ese país de cultura milenaria. Luego tomé el taxi para el aeropuerto, me encontré con los consabidos amigos en la zona franca de Tocumén en Panamá, y de vuelta a la tierra de la bachata y la basura, donde las fuentes casi nunca tienen agua.
tdolk

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